jueves, 5 de marzo de 2020

Heroína


La enfermedad de su hijo. Quería demostrarse a sí misma si era capaz de cuidar a un hijo en un momento delicado, pero cuando en la mañana de Nochebuena del año 1987 diagnosticaron a José Luis apendicitis aguda, se arrepintió de ese deseo. Lo delicado de la enfermedad puso a su hijo al borde de la muerte, (y con apenas siete años cumplidos). La operación fue más que urgente.
Mientras, los padres de María Dolores venían de Jaén para cuidar de su otro hijo, Raúl. Con seis años no entendía bien lo que estaba pasando, creyéndole demasiado pequeño para poder soportar la realidad; su hermano se estaba muriendo. Él únicamente veía que su hermano mayor, su mejor amigo, no estaba, y que tenía que jugar solo. Desde ese mismo día, hasta cuanto tuvo una edad adulta, conservó una amistad imaginaria para así no sentirse abandonado.
Esa Navidad fue de todo menos feliz. José y María Dolores se turnaban para estar con José Luis, pero no valía para nada. La fiebre y el ánimo no bajaban. Se temían lo peor, y lo peor estaría por llegar.
Las palabras del cirujano nublaron a María Dolores. Su hijo estaba cada vez peor, no respondía a ninguna de los fármacos, y ya no sabían qué hacer. Ya no parecía su hijo, las continuas vomitonas y los lamentos hacían de José Luis un guiñapo, se podía distinguir como la vida escaba de su mirada.
El médico no les dio esperanzas, ni tampoco piedad. No dijo nada, solo tocó el hombro de José, y se dio la vuelta. Padre y madre entraron a la vez a la habitación de su hijo, contiendo las lágrimas que olían a injusticia y a rencor.

-          Mamá, te prometo que no me voy a morir, -dijo José Luis con un hilillo de voz que aun hoy nadie se explica.

En ningún momento le dijeron a su hijo la gravedad de su estado, pero el escuchaba los lamentos de sus compañeros de UCI por las noches, y sabía que no era un enfermo normal. María Dolores se aferró a esas palabras como si fuera una verdad incuestionable, simplemente le creyó. Ese mismo día José Luis perdió la consciencia, y tuvieron que operarle de urgencia. En todo lo que duró la operación su madre no soltó ni una lágrima.

-          Me lo ha prometido.

Dos horas después el cirujano salió quitándose los guantes como un ritual mil veces repetido, mirando a los ojos a los padres, y poniendo cara de circunstancias.

-          Ya no podemos hacer nada más. Ahora quien tiene que querer vivir es su hijo.
-          Vayan preparando el alta, mañana me llevo a mi hijo a casa, su hermano pregunta por él.

El médico no daba crédito. A sus espaldas había dejado a un niño que rozaba la muerte con la punta de los dedos, y que con acercar una linterna a los ojos acabaría con su sufrimiento, y delante tenía a una mujer cabal, entera, que le miraba a los ojos y que hablaba locuras.
Exactamente veinte horas después, su hijo José Luis le pidió a su madre un bocadillo de queso, y unos tebeos para leer. Y si, exactamente al día siguiente de casi firmar su réquiem, salían del hospital los tres. María Dolores sonriendo, José suspirando y José Luis leyendo. Como si nada hubiera pasado.

Al llegar a casa, el día 26 de ese inolvidable diciembre, Raúl no reconoció a su hermano, y eso que solo había faltado unos días a sus juegos. El pelo de José Luis parecía más largo, o el más delgado. Ni siquiera le abrazó, Raúl sentía que tenía que ser su hermano el que tenía que pedirle perdón por irse sin avisar.

-          Raúl, tu hermano está muy débil. Tienes que cuidarlo, -le dijo su abuela Mercedes, sin entender el milagro.

Raúl salió raudo del salón y fue a la cocina, en ese momento su bisabuela, que todavía vivía con ellos, estaba desayunando, tenía una barra de pan al lado. Raúl la cogió como se agarran los sueños, y volvió con su hermano.

-          Toma, come, qué tenemos que jugar.

En esos siete años no había dado tiempo a sentirse orgullosa de sus hijos, pero ese día sintió que su hijo pequeño quería aún más a su hermano que ella misma, y eso le dio miedo y envidia.