La
enfermedad de su hijo. Quería demostrarse a sí misma si era capaz de cuidar a
un hijo en un momento delicado, pero cuando en la mañana de Nochebuena del año
1987 diagnosticaron a José Luis apendicitis aguda, se arrepintió de ese deseo.
Lo delicado de la enfermedad puso a su hijo al borde de la muerte, (y con
apenas siete años cumplidos). La operación fue más que urgente.
Mientras,
los padres de María Dolores venían de Jaén para cuidar de su otro hijo, Raúl.
Con seis años no entendía bien lo que estaba pasando, creyéndole demasiado
pequeño para poder soportar la realidad; su hermano se estaba muriendo. Él
únicamente veía que su hermano mayor, su mejor amigo, no estaba, y que tenía
que jugar solo. Desde ese mismo día, hasta cuanto tuvo una edad adulta,
conservó una amistad imaginaria para así no sentirse abandonado.
Esa Navidad
fue de todo menos feliz. José y María Dolores se turnaban para estar con José
Luis, pero no valía para nada. La fiebre y el ánimo no bajaban. Se temían lo
peor, y lo peor estaría por llegar.
Las palabras
del cirujano nublaron a María Dolores. Su hijo estaba cada vez peor, no
respondía a ninguna de los fármacos, y ya no sabían qué hacer. Ya no parecía su
hijo, las continuas vomitonas y los lamentos hacían de José Luis un guiñapo, se
podía distinguir como la vida escaba de su mirada.
El médico no
les dio esperanzas, ni tampoco piedad. No dijo nada, solo tocó el hombro de
José, y se dio la vuelta. Padre y madre entraron a la vez a la habitación de su
hijo, contiendo las lágrimas que olían a injusticia y a rencor.
-
Mamá,
te prometo que no me voy a morir, -dijo José Luis con un hilillo de voz que aun
hoy nadie se explica.
En ningún
momento le dijeron a su hijo la gravedad de su estado, pero el escuchaba los
lamentos de sus compañeros de UCI por las noches, y sabía que no era un enfermo
normal. María Dolores se aferró a esas palabras como si fuera una verdad
incuestionable, simplemente le creyó. Ese mismo día José Luis perdió la
consciencia, y tuvieron que operarle de urgencia. En todo lo que duró la
operación su madre no soltó ni una lágrima.
-
Me
lo ha prometido.
Dos horas
después el cirujano salió quitándose los guantes como un ritual mil veces
repetido, mirando a los ojos a los padres, y poniendo cara de circunstancias.
-
Ya
no podemos hacer nada más. Ahora quien tiene que querer vivir es su hijo.
-
Vayan
preparando el alta, mañana me llevo a mi hijo a casa, su hermano pregunta por
él.
El médico no
daba crédito. A sus espaldas había dejado a un niño que rozaba la muerte con la
punta de los dedos, y que con acercar una linterna a los ojos acabaría con su
sufrimiento, y delante tenía a una mujer cabal, entera, que le miraba a los
ojos y que hablaba locuras.
Exactamente
veinte horas después, su hijo José Luis le pidió a su madre un bocadillo de
queso, y unos tebeos para leer. Y si, exactamente al día siguiente de casi
firmar su réquiem, salían del hospital los tres. María Dolores sonriendo, José
suspirando y José Luis leyendo. Como si nada hubiera pasado.
Al llegar a
casa, el día 26 de ese inolvidable diciembre, Raúl no reconoció a su hermano, y
eso que solo había faltado unos días a sus juegos. El pelo de José Luis parecía
más largo, o el más delgado. Ni siquiera le abrazó, Raúl sentía que tenía que
ser su hermano el que tenía que pedirle perdón por irse sin avisar.
-
Raúl,
tu hermano está muy débil. Tienes que cuidarlo, -le dijo su abuela Mercedes,
sin entender el milagro.
Raúl salió raudo
del salón y fue a la cocina, en ese momento su bisabuela, que todavía vivía con
ellos, estaba desayunando, tenía una barra de pan al lado. Raúl la cogió como
se agarran los sueños, y volvió con su hermano.
-
Toma,
come, qué tenemos que jugar.
En esos
siete años no había dado tiempo a sentirse orgullosa de sus hijos, pero ese día
sintió que su hijo pequeño quería aún más a su hermano que ella misma, y eso le
dio miedo y envidia.